MUCHAS LUNAS EN MACCHU PICCHU” DE
ENRIQUE ROSAS PARAVICINO 
CRONOLOGÍA DEL AUTOR 
1948:
Nace el escritor Enrique Rosas Paravicino, en el distrito de Ocongate,  provincia de Quispicanchis, Cusco.
1955
– 1966: Cursa estudios de primaria y luego, secundaria en la Gran Unidad
Escolar Inca Garcilaso de la Vega, Cusco.
 1967: Ingresa en la Universidad Nacional de
San Antonio Abad del Cusco, en su Facultad de Letras y Ciencias Humanas.
 1969: Publica 
Ubicación del hombre, su
primer poemario.
1973:
publica  Los Dioses Testarudos, su segundo poemario.
1980:
 Ejerce docencia  en la Facultad de Ciencias de las
Comunicación e Idiomas de  la Universidad
Nacional de San Antonio Abad del Cusco.
1985:
Fue finalista de la Cuarta Bienal de Cuento Premio Copé, distinción  consagratoria del mejor narrador en el Perú.
1988:
Publica Al filo del rayo, su primer
volumen de cuentos.
1990:
Publica Fuego del sur, (cuento) en
coautoría con los narradores cusqueños Luis Nieto Degregori y Mario Guevara
Paredes.
1993:
Fue designado Secretario peruano de JALLA (Jornadas Andinas de Literatura
Latinoamericana).
1995
– 2010: Participa en todos los encuentros internacionales de JALLA (Tucumán,
Quito, Cusco, Santiago de Chile, Lima, Bogotá y Río de Janeiro)
1994:
Publica El gran señor, su primera
novela ambientada en  Sinak’ara, donde se
ubica el santuario del Señor  de
Qoyllurrit’i. 
1998:
Publica La Ciudad Apocalíptica, su
segundo volumen de cuentos.
1999:
Fue una de los principales  gestores  del IV Encuentro  de JALLA, en Cusco. 
2005:
Participa en el I Congreso Internacional de Narradores peruanos (Madrid, Casa
de América, organizado por el grupo Mirada malva).
2006:
Publica Muchas Lunas en Machu Picchu,
su segunda novela.
2009:
Publica El ferrocarril invisible, su
tercer volumen de cuentos.
2012:
Publica Elogio de la escritura radical
(ensayos)
SECUENCIA
ARGUMENTAL DE “MUCHAS LUNAS EN MACCHU PICCHU”
El
más  grande constructor de Tawantinsuyo,
el Inca Pachacútec, estando en Cusco, en su sueño, se vio convertido en un
pisonay frondoso, cuya  copa alcanzaba a
las estrellas y sus raíces perforaban aun al mar. De pronto, un ave  de fuego arrancó una semilla del pisonay y
voló por el cañón del Torontoy, por la ruta del valle que formaba el Willcamayo
(río Vilcanota). De ahí se elevó hasta un lugar boscoso rodeado por dos cerros.
Allí la misteriosa ave enterró la semilla del pisonay en que Pacchacútec se
había convertido. Al día siguiente, ya despierto el emperador consultó con los
sacerdotes del Ccoricancha. Estos le aconsejaron ir por la ruta del pájaro de
sus sueños, hasta hallar el maravilloso lugar de sus sueños que de seguro debe
existir. Pachacútec hizo lo sugerido. Al quinto día de recorrer el cañón del
Torontoy, vio volar una parvada de guacamayos. Los siguió  desde el cañón hacia arriba como si se
tratase de una señal divina, siguiendo la luz de las estrellas y el canto del
gallito de las rocas. Hasta que por fin, un atardecer despejado subió a una terraza
al  pie del cerro Machupicchu. Desde ese
lugar vio un arco iris que se extendía entre la cuesta del Intipuncu y el cerro
Pumasillo. Giró  mirando el paisaje que
lo rodeaba. Era una zona, si bien cubierto de muchos árboles, grandiosamente
luminosa. Un lugar donde era posible sentir el aliento de la divinidad y ser
dichoso a plenitud. Se dio cuenta entonces que ese era el lugar de su sueño.
Muy maravillado, Pachacútec agradeció a su dios Huiracocha, se postró ante el
cerro Huayna Picchu, abrió los brazos con dirección al Sol, cerró los ojos llenos
de llanto. Cual inspirado por el Alto, repitió 
las palabras que había escuchado en su sueño: “Cielo y tierra caben en
un abrazo/ cuando la mirada de Wiraccocha/ se descuelga por las rendijas de una
tarde/ quemada por tanta luminosidad”. Eran los 
versos del poeta sacerdote Ishuar Llaquinto, compuesto para los
funerales de Lloque Yupanqui. Instantes después,  Pachacútec, decidió edificar  la ciudad más hermosa y sagrada del imperio,
allí donde él se encontraba.
Transcurridos
dos semanas, ordenado por Pachacútec, los arquitectos levantaron el plano del
abrupto terreno. Vinieron también una cuadrilla de yanaconas que  limpiaron la 
tupida vegetación; luego, los picapedreros. El bronco resonar del
trabajo llenó  de ecos los cerros y los
barrancos, desde la mañana hasta el atardecer. El propio Pachacutec había
diseñado la maqueta de la ciudad, con sus terrazas, andenes, canaletas, los
caminos, escalinatas, cementerios y despeñaderos. Pero quien dirigió la
construcción fue su súbdito Apomayta. Este era el mejor arquitecto, solterón de
cincuenta años, de la panaca Hatun Ayllu, hijo del renombrado  urbanista Quillahuamán. Además era un viajero
infatigable y narrador ameno. Apomayta era minucioso en sus cálculos y exigente
con los acabados. Él después de observar la maqueta, dispuso que la
primera  obra  a levantarse fuese el Templo del Sol, por su
valor sacratísimo y como medida referencial para  las posteriores construcciones.
Cinco
días después, podía verse  ya el cascote
del templo similar  al del Cusco. Un
tunqui (gallito de las rocas) se posó en el dintel del templo y cantó eufórico.
Eso fue tomado como  aceptación de  Dios. Animados por ese hecho los
constructores redoblaron esfuerzos para concluir la ciudad. Muchos trabajadores
sugerían ideas diversas a Apomayta, hasta que él, cansado,  decidió no oírlos más.
Cuando
estaban en estos afanes, llegó un chaski, detrás de él una comitiva que cargaba
un anda imperial. Todos los trabajadores hicieron un pare en sus labores y se
postraron de cuclillas para saludar al poderoso inca. Pero se sorprendieron
mucho, al ver que quien bajaba era una mujer hermosísima de porte señorial con
finos atuendos y alhajas de oro. Ella se llamaba Nina K´uychi o Arco iris de
fuego, miembro de la panaca Ccapac  Ayllu
y sobrina del mismo Pachacutec. Un funcionario que acompañaba a Nina K´uychi le
dio la noticia a Apomayta que la ñusta era un regalo de Pachacutec para el
arquitecto, para que se inspirara en la voluptuosidad de sus dieciocho años y
en la limpieza de su mirada de cuculí. Muy agradecido, Apomayta sacó con sus
propias manos un taruca macho cuya carne fue guisado y ofrecido a la ñusta.
Pero ella no la probó siquiera. Luego se echó a dormir durante 3 días seguidos.
Después de despertar sin dar explicación a nadie abandonó el campamento y se
internó en la más profunda espesura y no volvió más. Una cuadrilla de yanaconas
la llamaban por su nombre. Ella no apareció, por lo que las obras quedaron paralizadas.
No hallaron más a esa sensual ñusta. La noticia llegó a los oídos del mismo
Pachacútec. El moviendo la cabeza dijo: “Será como quiere que sea el Alto”.
El
hecho que ignoraba Apomayta, es que NinaK´uychi había roto todas las leyes
imperiales manteniendo una relación sentimental con quien no debía. La sobrina
era una integrante del ajllay wasi (casa de las escogidas) y no se sabe como
pudo iniciar una relación con un noble del reino de Chan-Chan, llamado Llangar
Pacha. Tal vez se conocieron en los días del 
Huarachicuy, rito oficial del inicio de la edad viril. A Nina K´uychi le
tocó encabezar la procesión de las oficiantes del fuego y atender al joven
noble visitante. Lo cierto es que ambos se enamoraron perdidamente. La ñusta
faltó a su juramento de preservar su virginidad como escogida que era para los
oficios del Dios Sol. 
Los
encuentros entre  estos amantes,
según  unos, fueron en la mansión  de las serpientes cerca a Pumajchupan y otros
que fue en los extramuros de la ciudad. 
Sharija Ragua, la matrona regenta del Ajllahuasi, sostuvo que los
motivos que Nina K’uychi  argumentaba
para salir del Ajllahuasi siempre eran de índole familiar. Por eso y por
tratarse  de la misma sobrina del
emperador ella  autorizaba los permisos.
Un día, a Llangar Pacha le tocó volver al reino de Chan Chan. Por ese motivo él
lloró apoyado en el Ajllahuasi. Por él hubiera preferido  ser sirviente o lo que sea para vivir en este
Ombligo del Mundo, respirando el mismo aire que su amada y disfrutar de
“Aquella piel suave  que se
estremecía   al contacto de su mano
posesiva, la frágil resistencia de su cuerpo que se abría, con placer, a los
ardores de otro cuerpo…”. Ambos jóvenes arriesgaron todo por amor. 
Cuando
después de la separación,  Llangar Pacha,
su padre y la comitiva llegaron  a
Challvac en la costa norte, el joven chimú expresó su decisión de quedarse
allí. Su padre que intuyó el motivo  que
atormentaba a su hijo, no se opuso. 
Llangar Pacha, retornó a Cusco enrolado en una caravana de comerciantes  chinchanos 
que transportaban productos marinos. Ya en Cusco, el joven se separó de
sus  compañeros y  se puso a merodear el Ajllahuasi y esperó que
se hiciera noche.  Así a altas horas de
la noche, la sensual Nina K’uychi fue despertada por el canto persistente de un
búho. Desde el primer momento supo que era él. Con el pensamiento  pidió a Llangar que lo aguarde hasta la
madrugada. Asimismo, alistó sus pocos enseres. Aguardó con ansias toda la noche
y al amanecer, invocando a la diosa de la luna y aprovechando que llovía salió
detrás  de las mujeres de servicio, sin
ser advertida.  Se encontraron al pie del
pisonay de la esquina. Se abrazaron y besaron 
con alocada desesperación e instantes después se echaron a correr rumbo
al Antisuyo, en plena lluvia torrencial y sin 
intuir lo que les pasaría después. 
Lo
restante de esta fuga, relató un mitayo al mismo Apomayta. La regenta Sharija
Ragua,  denunció la fuga. Los dos fueron
capturados en Ch’itapampa y traídos de vuelta al Cusco.   Tan pronto se enteró Pachacútec  del escape, se enfureció. Declaró sediciosos
y los condenó  a pena de muerte. Pero
ante las súplicas de los padres de Nina y para evitar algún conflicto con el
reino Chimú, el emperador conmutó la pena por 
destierro de por vida en el último rincón del imperio: río Maule al sur
del desierto de Atacama. Los padres de la ñusta, suplicaron más a Pachacútec y
él se arrepintió de la sentencia para su sobrina y a cambio decidió  enviar a Nina a la nueva ciudad que al pie
del cerro Machu Picchu estaban construyendo como ofrenda al arquitecto Apomayta
y porque Nina fuera  la primera mujer en
poblar aquella ciudad sagrada. Mientras tanto para el joven chimú la pena no se
cambió, de todas maneras iría al destierro. Pero, antes de que se cumpla la orden,
el enamorado Llangar se quitó la vida en su presidio.
Cuando
el urbanista Apomayta iba a preguntar más sobre la historia, llegó hasta su
campamento un picapedrero y dijo que Nina K’uychi estaba en el río, muerta. Por
orden de Apomayta    se realizó el
entierro, siendo la ñusta, el primer ser humano en inaugurar el cementerio.
Semanas  y años después, la  historia de tanto  relatarse 
sufrió variaciones hasta muchos años después, se dijo que  la muchacha era hija de Pachacútec y el joven
chimú  un guerrero inca.
Apomayta,
muy conmovido tardó una semana en recuperarse, luego  continuó la construcción de aquella ciudad.
Después de diez años, ocho meses y nueve días de iniciado el trabajo, se
inauguró la ciudad. Para la ceremonia vino 
el mismo emperador y su esposa la Coya Pihuiguarmi y todos los
dignatarios  como por ejemplo, el sumo
sacerdote del Tahuantinsuyo, Urco Huarancca. La ceremonia empezó al medio día
con el sacrificio  de una llama  negra. Pachacútec bautizó a la ciudad
como  Huiñaymarca en desafío al tiempo y
en alusión al vínculo entre la piedra y la eternidad. Para dicha obra los
cerros Machu Pichu y Huayna Picchu contentos 
aceptaron a cerca dedos mil picapedreros, novecientos albañiles y tres
mil yanaconas que edificaron Huiñaymarca. Nombre que ochenta años después fue
cambiado por Vitcos, para despistar a los españaris (españoles)  que llenos de codicia buscaban El Dorado.
Aquella
mañana, Pachacútec repartió  edificios y
viviendas entre sus novísimos moradores. Luego 
derramó la chicha y bailó  con su
esposa Pihuiguarmi  el Ccápac T’inca, que
es la danza privativa de los monarcas. 
Huiñaymarca, la maravillosa ciudad de los ritos,  fue poblada por sus primeros moradores que
eran sacerdotes, ñustas, astrónomos, mamacunas, adivinos, amautas, tejedoras y
sacerdotisas.  El primero en tomar la
posesión  fue Pachacútec y  su palacio 
Hatunhuasi, luego los dignatarios en 
orden de estricta jerarquía. En ese lugar Pachacútec  meditó su 
sabia legislación política y el encanto 
de la ciudad le inspiró el proyecto de extender el imperio.  Con los años 
murió Pachacútec de muerte natural en Cusco, diez meses después  su momia fue trasladada a Huiñaymarca y
depositada entre los cimientos del templo del sol.
Por
su parte, el arquitecto Apomayta, con el paso de los años, olvidó por completo
a Nina  K’uychi. Fijó como residencia la
localidad de Yucay. Desde esta ciudad  se
trasladó  a donde le convocaba  el crecimiento  urbano del incario. A los setenta y cinco
años volvió a Huiñaymarca y se alegró de hallar una ciudad activa.   En su vejez presentó  un nuevo proyecto a la corte  del Cusco: la 
construcción de la Ciudad de los Amautas, pero, ya Túpac Yupanqui, había
ascendido al trono. Este nuevo soberado 
aceptó la propuesta y le pidió 
que lo esperara hasta su retorno de un viaje a la Polinesia.  Apomayta llegó a Chan – Chan, la capital del
reino Chimú. Allí  departió un
banquete  con el monarca chimú
Minchancaman. Pasaron los años  y como
aún no volvía Yupanqui, volvió a Yucay y se volvió viejo. Y de lo que era
arquitecto se convirtió en fabulador y poeta. 
Un día se perdió y fue hallado tres días después. A los pocos días  entró en coma y no se recuperó más, ni
siquiera cuando le contaron  que Túpac
Yupanqui había vuelto de su viaje. Sus restos fueron embalsamados y depositados
en posición fetal, dentro de una cueva, cerca del anfiteatro  de unos volcanes apagados. 
Desde
aquella tarde de los ritos, Pachacútec se quedó en Huiñaymarca  cuatro lunas y dos semanas. Tal vez se
hubiera quedado más, pero, una pavorosa hambruna se había desatado  en la región Collao, matando a miles de
aymaras. Tres años continuos de sequía había sido la causante. Frente a ello
Pachacútec remitió desde el Cusco veinte mil cargas de alimentos. Pero ni aún
así, pudieron calmar su hambre. Niños y mujeres salían en procesión implorando
la lluvia a Apu Kon Ticsi Huiraccocha. Incluso sacaron una momia antiquísima en
Yunguyo. La procesión de hambrientos invadió territorios cusqueños como Canas y
Chumbivilcas.  Los lugareños  les alcanzaban  comida, pero, no los alojaban. Los
hambrientos, ubicados en las alturas  de
los pueblos  empezaron a bailar al ritmo
de sus zampoñas y tambores  imitando a
los zorros. Más tarde imitaron a los jaguares y pedían  que les 
den mujeres. Los lugareños  dieron
a Munay Cantu, hija menor del curaca Llallapara. A ella  los aymaras pusieron de cara al este y de
espaldas a su aldea y la engalanaron con plumas y flores.  Al cabo de 
mucho girar y retorcerse, el dios jaguar pidió la presencia de la
muchacha. En cuanto la llevaron, el dios felino 
extendió el cuerpo de la muchacha en la tarima del sacrificio.   El 
danzante  con un cuchillo de
obsidiana en la mano, lanzaba atroces plegarias hasta  que la luna oscureció por completo. Los
lugareños interpretaron ese acto de brujería como una profanación contra
Huiraccocha. Enardecido  atacaron a
pedradas a los aymaras, llamándolos, brujos, diablos y  qhenchas. Se desató  una gresca con varios muertos y herido. En
medio de ello, un mitayo recuperó  a
Munay Cantu viva. Cuando  miró el
cielo  dijo que Mama Quilla  estaba sangrando.  Pero felizmente la luna recuperó  su color. Lograron expulsar a los aymaras y
todo volvió a la tranquilidad, menos                 Munay
Cantu, que al quinto día enfermó de gravedad. Una  insoportable 
calentura le hacía delirar. Habló en 
la vieja lengua  de los
tiahuanacos y terminó profetizando un cataclismo. En su agonía pronunció:
“Hanaq pachaq sutimpi hamusan” (viene en nombre del altísimo). Murió como si
hubiera sido sacrificada de verdad y nadie prestó atención a su mal presagio. 
A la tarde siguiente, por entre los barrancos de
Llallapara, apoyado en su bastón de viajero, apareció Raurac Sallo, el Profeta
Negro del Altiplano, el más enigmático de 
los sacerdotes collavinos, considerado como un auqui por haber salido
del  lago Titicaca. Era pues, un Uru
legítimo; es decir, poblador de la isla flotante de los Urus. Al atardecer lo
vieron en Pichigua. Tres días después acampó en la misma meseta donde  bailaron 
los aymaras. No pidió alojamiento ni comida. Hablaba  además del quechua, todas las lenguas del
imperio. Confesó  ser el  portavoz iluminado del Hanaq Pacha. Un día
fue arrebatado  por  Illapa (dios del rayo). Estuvo en el cielo
veintiún años terrestres, que en el cielo es una semana. Allá   de la misma 
boca del Huiracocha, escuchó una verdad cruel y durísima, que
comprometía el destino del género humano. 
Raurac Salló reveló que la humanidad estaba pronto a ser destruido, por
haber  cometido una de las peores  culpas. 
Sucede que Huiracocha quiso sondear el alma de los hombres.  Con tal propósito salió  del mar de Tumbes, disfrazado de mendigo  harapiento, con rumbo al Altiplano.  En el viaje padeció miles de vejaciones. En
el valle de Chicama  fue capturado por
unos guerreros chimús. Tres noches después, fue sacrificado y sus huesos
fueron  banquete de los gallinazos. A la
mañana siguiente,  resurgió de sus
cenizas y prosiguió su camino. Una semana más tarde fue capturado, tildado de
yanacona,  trabajó como esclavo, hasta
que fue picado por una víbora, pero no murió. 
Los otros trabajadores lo botaron a pedradas acusándolo de brujo. Ya en
tierra de los huancas, se transformó en un rico ganadero. Entonces, fue
recibido con honores, banquete y música en cada pueblo. De eso, Huiracocha sacó
una conclusión: “que este mundo  no sólo
era defectuoso, sino, que estaba 
hecho  a la medida de la necedad
de los hombres. Porque si eres  pobre o
forastero eres el blanco de la perversidad de los mortales. Y  si eres rico, te conviertes en el   fetiche 
ridículo  de las vanidades y las
zalamerías de todos”. Por eso, ante la perplejidad  del gentío se transformó  en cóndor. Se elevó hasta la altura del Sol.
De allí bajó rodeado de millones de aves 
en dirección al Lago Sagrado. En ese mismo instante, un niño balsero de
la isla de Uru, estaba resolviendo un acertijo que le había planteado el pez
más viejo del lago. Ese niño era Raurac Sallo. Fue envuelto por un viento
volcánico, que lo llevó hasta el tercer cielo. Allí permaneció veintiún años
dedicados a la meditación. Cuando despertó ya se encontraba en su isla natal.
Constató que sobre el Altiplano, se había tendido una hambruna infernal.
Confeccionó su cushma con piel de huanaco, 
oró a Huiraccocha y salió  por el
mundo  a cumplir  la misión que 
el Alto le había encomendado.  
Un chaski informó al Sumo Sacerdote, que el tal
brujo del Altiplano venía al Ombligo Solar alborotando  a los runas con su profecía, con una
muchedumbre de seguidores. El inca ordenó vigilar a tal hombre. En verdad, familias
enteras seguían al brujo  y lo
imitaban.    Raurac Sallo, donde se
detenía predicaba  las peores calamidades
contra el género humano. “El Tayta Inti se apagaría  como una hoguera y la luna se derretiría  como un bloque  de hielo negro”. Ponía a la epidemia  contra los aymaras como un anuncio. Las
mujeres al escucharlo prorrumpían en llanto. Algunos  llevaban y le ofrecían canastas llenas de
frutos y comida. Él rechazaba; prefería su coca, sus raíces, culebras y
lagartijas. Especialmente su ayahuasca, planta alucinógena.  Preguntado por un albañil, a qué iba a Cusco
el brujo respondió: “para poder yo entrevistarme con  el emperador y ponerle al tanto de los
designios que el Alto me encomendó anunciar… precisamente yo tengo que
aconsejarle al magnánimo Inca, sobre la necesidad de cambiar las formas de
culto al Radiante Civilizador. Tenemos que decirle que Apu Kon Ticci
Huiraccocha exige que lo adoremos  más
que a las Huacas…”.  Para entonces,  los peregrinos  se encontraban en las peñolerías de
Rumiccolca, cerca a Cusco. Cuando de pronto, un hombre  elegante con manto azul e insignias de
funcionario los detuvo y les preguntó, por quien era Raurac Sallo. Nadie  respiró, ni tosió, ni carraspeó. “¡Repito una
vez más!”- rugió el dignatario de manto azul-. ¡El tal Raurac Sallo que dé tres
pasos adelante para ser identificado!”. Una mujer  y un 
anciano  dieron el paso. Otros
iban a seguirlo y antes de que eso ocurra, el Huillca Uma, dio la orden fatal y
desde los matorrales salieron los soldados a matar a los peregrinos. Con mucha
crueldad llegaron a asesinar a cuatro mil cien hombres entre mujeres,  niños, jóvenes y ancianos. En cuanto a Raurac
Sallo, nadie supo cómo se salvó de la matanza ni qué rumbo tomó.  La corte imperial puso  un precio a su cabeza: quince topos de
terreno maizalero en el Valle Sagrado, para quien diese noticias de su
paradero. Transcurridos muchos meses, pasaron 
catástrofes y  hechos curiosos en
Cusco, pero, del predicador subversivo no se supo nada.   Luego de un año y tres meses de aquel hecho,
cuando el inca y sus  consejeros y
militares, acordaban conmemorar los quince años de la victoria militar sobre
los chancas, llegó un chaski e informó que el tal Raurac Sallo, había sido
localizado en Huiñaymarca, la ciudad sagrada. Los consejeros sugirieron que lo
traigan a Cusco, para su ejecución. Otros en cambio proponían otra acción.  Cuando estaban en eso, apreció otro chaski,
anunciando que el profeta había muerto desbarrancado. Su cuerpo  fue encontrado en el río Huillcamayo. 
La noticia de esta muerte llegó a los aymaras y los
conmovió mucho. Entro ellos  al anciano
Sangar Catacora. Durante un mes entero 
en la isla de los Uros del Lago Sagrado, se escuchó  sonidos fúnebres y se realizó sacrificios
humanos. Eso no cayó bien a Pachacútec, que lo tomó como  rebeldía. 
Ordenó entonces, la edificación de templos incas. Pero los aymaras se
habían sublevado. Ante ello, el emperador ordenó a su hijo Túpac Yupanqui,
derrotar a los  aymaras sediciosos.  Él  lo
asumió como un  reto. Se dirigió  junto con el 
general Molletupa al Altiplano. 
Cuando ya estuvieron cerca a Ayaviri, les salieron al encuentro cinco
aymaras. Eran los emisarios del patriarca Catacora y traían una propuesta  de vasallaje al Inca.  Minutos después, apreció  el mismo anciano Catacora y pidió  perdón al hijo de Pachacútec. Tupac Yupanqui,
tomó juramento de fidelidad  al viejo y
le perdonó por los desatinos de su pueblo.
Tras
la muerte de Pachacútec, asume el poder su 
hijo  Túpac Yupanqui, cuya mayor
proeza fue haber llegado a la Polinesia. A la muerte de Yupanqui, asume el
trono Huayna Ccapac  a los veintiún años.
Hasta entonces Huiñaymarca era el centro ceremonial más sagrado del Cusco. La
intelectualidad más brillante  del Tahuantinsuyo
vivía allí. Uno de ellos era el joven Astor Ninango, aspirante a ser
quipucamayoc, astrónomo o amauta. Hijo 
del más grade amauta, Huillcanina. 
Desde  la ciudad sagrada,  sus habitantes, se enteraron de la muerte de
Huayna Ccapac y tras ello sobre la inevitable guerra entre Huáscar y
Atahuallpa, con el terrible saldo   de la
muerte de Huáscar.  Asimismo, la llegada
de los blancos y barbados españaris. Desde entonces,  se inició 
para el Imperio inca, la Edad del
Murciélago.  Así fue denominado  por el astrónomo  los tiempos 
confusos desde la llegada de los españaris.  Estos advenedizos decían ser la espuma del
mar, los emisarios divinos del Radiante Civilizador. Más tarde ellos mismos se
hacían llamar  Huiracochas o dioses.  Llamándose así, mataron a Atahaullpa y en
Cusco fueron recibidos como dioses. Enterados por el chasqui, los  pobladores de Huiñaymarca  sintieron mucho  la muerte de Atahuallpa, en especial  Quillahuamán. Este era un  prestigioso sacerdote   que ofició 
el último rito fúnebre en la Ciudad Numinosa.  Terminado el ritual desapareció, tal vez,
adivinando el desplome del imperio. Aún así, los pobladores mantuvieron
contacto con los cusqueños y especialmente con Manco Inca, que ahora había sido
declarado inca  por los mismos españaris.  En el Tahunatinsuyo, una enfermedad
desconocida mataba a niños y a los mismos hombres. Los habitantes  dedujeron que esa enfermedad  la habían traído esos bardados que estaban en
Cusco, atendidos como dioses por el mismo Manco. Pero de divinos no tenían
nada. Pues eran  codiciosos y
lujuriosos.  Estaban acabando con el oro y
la plata  que adornaban los templos y con
las ñustas del Ajllahuasi.  Recelosos de
estos codiciosos barbados, los de la Ciudad Sagrada, a fin de que los
españaris, nunca se enteren de ellos y de la ciudad, decidieron cambiar de
nombre. Así Huiñaymarca, se llamaría Vitcos.  
Y para que nunca ni siquiera se aproximen por allí  empezaron a difundir la existencia del
Paititi, una ciudad  hecha de planchas de
oro  y cornisas de esmeralda y poblada
solo por mujeres.  Cosas que tanto
deseaban los españaris.  Estos,  maravillados por el relato se aventuraron a
buscar el Paititi, relacionándolo con El Dorado. Después de tanto indagar  solo hallaron 
el río Amaru, al cual cambiaron de nombre  llamándolo Amazonas, en alusión  a unas mujeres fantasmales que en su delirio
creyeron ver.   Con esto, realmente  los españaris nunca llegaron a la ciudad
sagrada de los incas. 
Cuando
Astor Ninango, se encontraba en uno de los huertos  de su casa en Vitcos, junto a su concubina
Sumac Sara, el gigante Ayar Choquehua le comunicó  que el padre de Astor había reaparecido.  Este se alegró al igual que todos los
moradores. Entró en la Casa de los Sortilegios, donde el consejo de amutas
estaba deliberando  sobre el asunto.  Cuando Astor entró  el patriarca Sulk’apuma, le ordenó que vaya a
buscar a su anciano padre y también recoger los pormenores de la sublevación de
Manco Inca contra los españaris. Astor que hace cuatro días había cumplido los
veinte años, aceptó la orden. Era la segunda vez que iba a Cusco. La primera fue   cuando 
de niño  acompañó a su padre,
quien  quería convencer al emperador de  la necesidad de registrar los hechos e ideas
con un sistema superior al de los quipus. Muy de madrugada Astor Ninango partió
en compañía de un guía rumbo a Cusco.  En
el camino se encontró con un alma  en
pena que  buscaba la ciudad sagrada.       
Cuando
ya estuvieron cerca de Cusco, Astor y su compañero  vieron 
cómo una multitud de hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos
iban  a Cusco, a unirse con  Manco Inca y  
a expulsar a   los  codiciosos españaris.   Astor se unió a ellos, cuando de pronto se
encontró con su primo Quishuar Sayac, valeroso militar. Este lo llevó ante el
mismo Manco Inca. Ya en la tienda de este 
inca rebelde, Astor conversó con él. Manco le dijo que lo conocía desde
la vez que una  comitiva llegó a Vitcos y
manco era el único niño de dicho séquito 
imperial.  Recordó otra
oportunidad más. Luego le dijo  que
la    batalla contra los españaris los
convocaba. Pero a Astor no le dijo que participara  en dicha batalla; sino, que fuera a
Paucartambo      porque allí estaba su
padre el gran sabio Huillcanina, el último sobreviviente de la Benemérita
Sociedad de Amautas del Cusco.  Astor
antes de partir  pidió a Manco Inca, que
después de llevar a su padre a Vitcos, lo acepte como soldado en su ejército.
El soberano aceptó.  Cuando, Astor
iba  rumbo  a Paucartambo, escuchó  el rumor aterrador de la guerra. Los incas
sitiaban  el Cusco y los españaris
respondían con terribles cañonazos.  Por
momentos Astor quiso regresar y unirse a la lucha.  
Luego  de la agotadora caminata, Astor se echó a
descansar un rato. En su sueño, vio el rostro de su padre que había muerto.
Despertó asustado y prosiguió su caminata. En el trayecto evocó lo que de su
padre  le habían dicho, entre ellos que
Huillcanina era  de la misma panaca que
Pachacútec. Cuando llegó a Paucartambo, encontró un pueblo  sin gente; porque, todos se habían ido a la
guerra contra los españaris.  Siguió
avanzando entonces, se encontró  con un
niño aymara, que le indicó el lugar que buscaba. Luego se encontró también
con  Ishuanco, quien lo guió hasta el
encuentro con su padre. Huillcanina se hallaba en la casa de este
Ishuanco.  Llegaron hasta allí. El
anfitrión le relató que toda la noche lo había llamado. Astor  entró contento al encuentro con su padre,
pero este se encontraba muerto.  Ishuanco
y Astor cantaron el ayataki o canto de los difuntos.   Al atardecer un pequeño cortejo fúnebre  partió rumbo a la ciudad oculta.  Mientras avanzaban, Astor recordaba muy
adolorido a su padre el gran Sapan Huillcanina, hombre inteligentísimo, de
admirable  memoria. Conocía y almacenaba
en su memoria “la complicada sucesión de dinastías, la urdimbre de los
parentescos, el régimen de las panacas, el origen de las sangres y los
nombres”. Este sabio  en su mayor
lucidez  inventó  un sistema de escritura llamado
qhelqarimay.  Jubiloso por el invento,
Hillcanina viajó a Cusco a exponer su proyecto al inca Huayna Ccapac.  Como ayudante y confidente estaba su hijo
Astor. Explicó en la corte dicho proyecto de la manera más sencilla posible. El
sistema consistía en setenta y nueve signos de formas caprichosas pintados con
óxido  de ceramista en cincuenta planchas  de madera ishpingo. Usando los signos que
representaban sonidos, para luego palabras e ideas, el   sabio Huillcanina representó la derrota de
los Chancas por Pachacútec.  Muchos del
consejo objetaron el invento. Pero el inca Huayna Ccapac, dispuso de los
analizaron los amautas.  Esto  ocurrió 
en Yucay, donde se reunieron los más sabios del Tahuantinsuyo, quienes
aprobaron el proyecto.    Pero no así los
integrantes del consejo, que siempre posponían su aprobación, hasta que murió
el inca, luego sus hijos se enemistaron y al final llegaron los españaris.
Contra
todo pronóstico perdió Manco Inca. La noticia llegó a Vitcos y los enlutó el
alma. Astor entonces,  ya al mando de
Manco Inca, derrotado y retirado a Vilcabamba, asumió  la jefatura 
de una misión especial y se entrevistó con un  español emisario de    Diego de Almagro, quien proponía alianza
contra los pizarristas.  Manco Inca,
rechazó  la supuesta alianza. Astor se
había convertido además en  sinchi o
capitán del ejército inca de Vilcabamba. Estando en  esas acciones bélicas se enteró  de la toma de Cusco por los almagristas.  Pero luego Almagro fue derrotado. Además
un  almagrista a quien Manco le había
dado refugio  en Vilcabamba, lo había
matado. Muerto Manco Inca, le sucedió en el trono   su hijo Sayri Tupac, pero él murió joven y
le sucedió en el trono Titu Cusi Yupanqui, quien  fue muy tolerante con los curas españoles.
Uno de ellos lo mató justamente, Diego Ortiz, 
en complicidad con el escribano Martín Pando. Tras la muerte asumió el
poder el joven Túpac Amaru, quien rechazó toda tentativa de acercamiento con
los españaris. Astor Ninango estuvo durante cuatro años bajo las órdenes de
Túpac Amaru. 
Después
de treinta años de ausencia, enterado de que la espantosa enfermedad de los
españaris está aniquilando vidas en Vitcos, Astor pidió permiso al inca y  volvió a su ciudad natal. Ya allí fue
recibido por la vieja hechicera Illa Aya. Preguntó por su mujer Sumac Sara y
por su hija. Ella le respondió que su mujer había muerto y  que gracias al Altísimo su hija no estaba allí;
sino, en Pomacanchi casada con un militar alfarero. Luego, se presentó ante él
un  chasqui, para decirle  que el ejército del maldito virrey  Toledo iba hacia Vilcabamba. Eran más de
cuatro mil enemigos.  Él dijo entonces
que partiría  de inmediato; pero, el
Chasqui le dijo que no que por orden del mismo inca, tenía que quedarse en
Vitcos, para  cuidarla. Astor organizó un
ejército para defender Vitcos, pero, llegó otro chasqui con la mala notica de
que Túpac Amaru  había sido capturado y
ahora lo llevaban a Cusco. Muy entristecido 
consultó con la hechicera  Illa
Aya. Ella propuso ayunar  durante diez
días seguidos. Así lo hicieron.  Illa Aya
seguía  todos los pormenores sobre Túpac
Amaru. En su condición de hechicera,  vio
el  horrendo crimen de los españaris
contra Túpac Amaru. En su desesperación la bruja invocaba a todas las huacas y
dioses, para que eviten el suplicio, aún con terribles gritos de dolor y llanto
en sus ojos al igual que todos los habitantes de la ciudad sagrada.  Pero siempre murió el último inca.  ¿Qué hacer ahora? ¿A dónde ir? Todos lo
sobrevivientes lloraron. Tal vez sabían que el fin ya llegaba sobre  Vitcos. Astor convocó a una reunión urgente
para tomarla una decisión.    
Muchos
años después, ya en Cusco,  Astor Ninango
de aproximadamente noventa años, 
reposando en una casa de la calle Pumacurco,  relata a su nieta María Palla el éxodo que
habían emprendido los habitantes de Vitcos: “La tarde  en que la ciudad  se borró ante nuestros ojos, envuelta en la
lluvia y el abandono, yo hice el último acto de despedida en nombre de todos. Y
al postrarme ceremonioso  en la cumbre,
presté oídos al viento  y al eco del río
que subía por los barrancos.” Cuenta, asimismo, que en ese instante oyó la voz de
su mujer que le dice: “Vamos, vayan todos al Cusco que es allí  donde aún 
germina nuestra semilla… la tuya, la mía, la del linaje. Cerca del Cusco
está nuestra hija”.  Recuerda
también  que aquella tarde era
tormentosa. Y que aun así  hombres,
mujeres y niños luego de muchísimos pesares y desahogos, abandonaron la  Ciudad Sagrada. Bajo una lluvia torrencial, y
bajo  mortales fogonazos, consiguieron
reagruparse  en el Intipunco, setenta
últimos moradores. De ahí rumbo a 
Cusco.  
Muchísimos
años después de esta  triste partida, el
nombre de la ciudad fue olvidado. Y las siguientes generaciones, terminarían
llamándola Machu Picchu, por el cerro que lo rodea.
Llegaron  a Cusco después del cuarto día de la partida
y esperaron para entrar la noche. Cuando ya todos estuvieron dormidos,
ingresaron a Cusco. Los perros, antes que los humanos, se percataron de su
presencia.  En Cusco fueron en busca de
Saico Maratambo. Pero este había, muerto, por eso les recibió su hijo Silvestre
a los setenta  que eran. Esa noche cuando
Astor y Silvestre  conversaban llegó  el españari Diego Almirón, corregidor de la
ciudad y  jefe de la milicia local. Por
cierto,  amigo del Saico Maratambo.  
El
anciano Astor cuenta a su nieta, que 
el  virrey Francisco de Toledo es
el más maldito de los españaris. Por eso, ellos 
lo habían apodado El  Diablo negro
o La Baba de la Muerte. Este criminal  
hizo matar a Túpac Amaru e instituyó en el Cusco la ejecución mediante
el degüello. Así habían cortado la cabeza del último inca de Vilcabamba.  Astor cuenta que después de la ejecución, en
Cusco, el suplicio, el dolor y los gritos estaban en el mismo aire, en las
paredes de los muros. Esa noche  Astor
Ninango salió  con dirección a la plaza.
Se topó con una procesión de almas en pena, muertos  en la guillotina.  Ante tanto dolor identificaron la cabeza de
Túpac Amaru en la punta de una estaca, exhibida como escarmiento.  Lo bajaron y vieron que aún estaba
intacta.  Al día siguiente se contaban
infinidad de versiones sobre aquella cabeza desaparecida. Todas coincidían que
dicha cabeza volvería algún día a su humanidad reconstituida  en un nuevo Pachacuti. De ese entonces  quinientos años, mil años, tal vez más. Pero
la cabeza lo tenían los  venidos de
Vitcos. Luego recordaron a Urpi, la  hija
de  Astor Ninango y  madre de María Palla. Esta última dijo a su
abuelo que ya era tarde, que le va a preparar su cena, porque más tarde tiene
que verse con  su prometido Sanguillo.
Un
día, María Palla y su novio Sanguillo están contemplando al anciano Astor. Ella
le cuenta que su abuelo tiene más de noventa años, pero una memoria de joven  y cuenta todo lo que sabe  sobre los incas, que habla perfectamente el
mochica, el aymara y el aru, además del quechua. Entiende también el
castellano.  En eso despertó el venerable
anciano y preguntó quién andaba por ahí. María Palla dijo que era ella acompañado
por su novio  Sanguillo. Este se dirigió
a Astor  con mucha  ceremoniosidad.  Le confesó que quería mostrarle algo. Pero
primero confesó que era sobrino de un muy ilustre señor descendiente  de los incas, que vivía en Montilla,
España.  Se llamaba Gómez Suárez de
Figueroa. Y le dijo: “… esta cosa especial que hoy traje para mostrártelo es de
él. Toma padre mío, pálpalo. Es un libro que trata sobre la historia de los
incas. ¡Anda! Sujétalo fuerte con las manos. 
Lo ha escrito mi tío  en
España,  en gran parte con las
informaciones  que le hemos enviado sus
parientes, desde Cusco”. Con la postura 
de ciego, Astor palpó el libro, lo acarició con mucha solemnidad.
Incluso reveló que ese Gómez Suárez era también Garcilaso de la Vega. Ante
esto, María Palla y Sanguillo, le preguntaron sorprendido de dónde conocía
eso.  Astor dijo que  él había contado mucho sobre los incas a los
parientes de Garcilaso. Sanguillo también reveló que él  fue quien escribió dichos relatos para
mandárselo a su tío.  Sanguillo  le pidió venir a la casa y escuchar sus
relatos, el anciano aceptó. 
A la
mañana siguiente de la desaparición de la cabeza de Túpac Amaru, el bárbaro
Toledo  montó en cólera y ordenó la
búsqueda  y castigo para el sustractor.
Astor y los demás venidos de Vitcos, cuidaban 
con recelo aquella cabeza, que por cierto cada día estaba lozana,
sonriente como si no se hubiera separado del cuerpo vivo.  Una semana después,  los solo cincuenta varones de Vitcos
partieron rumbo a  la cordillera del
Ausangate, llevándose con ellos la cabeza del joven y último inca en una
vasija. Lo hicieron disfrazados de bailarines y músicos, agrupados en
cuatro  comparsas.  Al atardecer de ese mismo día divisaron  al Apu Ausangate.  Se postraron ante él, emocionados
convencidos  de que en esas alturas los
dioses incas continuaban vivos. En el camino se encontraron con una rara
procesión  en la que unos hombres
cargaban la estatua de una  señora que
dicen era madre de Cristo. El cura interrogó 
adónde iban y quienes eran. Astor respondió  que eran yanas de  Francisco Barbierto de la encomiendo de
Guayllabamaba.  Y llevaban una cruz como
regalo a los de Mahuayani. El cura siguió preguntando y esta vez sí sabía rezar
en cristiano. Astor dijo que lo estaba aprendiendo.  El sacerdote cristiano  elevó una oración a su dios. 
La
comitiva de Astor llegó por fin a Ocongate, allí  velaban 
a diez víctimas de la viruela.  
Al medio día del jueves llegaron al pie del nevado Callangate. Allí  en una ladera, los últimos habitantes
hallaron lo más sagrado que buscaban: la gran Huaca Pumaraura, la más venerada
por la población inca desde el tiempo de Túpac Yupanqui. Luego Astor se
rencontró con Felipe Hualla, más conocido como 
el Takiongo de Rayanmarca, de Parinacochas. Allí había estallado, la
rebelión de resistencia de la religión inca contra los extirpadores de
idolatrías, liderados por Juan Ch’oyñi. Felipe Hualla, contó sus luchas con los
takiongos y como llegó  hasta el nevado
Callangate. Y mostró el  tejido que Astor
le había regalado a nombre del inca.
Ya
en  Cusco y tosiendo fuerte,  el anciano Astor relató a su nieta María
Palla y a Sanguillo. “Al amanecer de ese viernes escalamos las nieves
resbaladizas del Callangate…”.  Luego
como guiados por el takiongo llegaron a la misma cima del Callangate. Ya allí,
Astor se vistió con su traje de guerrero inca. El sol acababa de salir.  Un 
hombre  hizo hueco. Astor sacó  de la caja, la cabeza  de Túpac Amaru y  levantando al sol  exclamó: “Mira padre, esta es la cabeza  de tu último hijo”… ¡La hemos rescatado de
la  humillación de ser exhibida al
gentío, y la hemos traído  a este
lugar  sagrado  para que pase la eternidad  aquí en la nieve, bajo la custodia de los
apus tutelares...!  Un zumbido de pututus
acompasaba  las palabras de Astor. Él
levantó más alto la cabeza y enterró acompañándola con un prodigioso grano de
maíz.   Fue también el primero en dejar
en la fosa, bloques de nieve, luego le siguieron otros en estricta
jerarquía.  Cerraron la ceremonia
con  el baile Danza del guerrero.  Seguidamente, vieron a tanta gente que
avanzaba  adonde estaban ellos.  Era una multitud de hombres que venían a
despedirse o a adorar al último inca. Emocionado, Astor dijo sobre quienes recordarán
a Túpac Amaru: “esta gente  esperanzada…
los hijos de estos que, a su vez, engendrarán 
otros hijos…” Y le comentó a Felipe Hualla: “¡Hasta podemos
institucionalizar una peregrinación 
anual  a este nevado!”. Y explicó:
“Que cada año pudiesen venir comparsas de músicos y bailarines a este lugar, de
visita al inca… Tal vez  los peregrinos
podrían venir  con la apariencia de
adorar a alguna de esas tantas cruces que los españaris han alzado en las  apachetas”. 
Luego bailaron, danzaron contentos con los nuevos peregrinos;
porque,  eso en el futuro sería así, que
el lugar donde está la cabeza del último inca, sería  visitado 
anual y eternamente. 
Fin 
DIÁLOGO CON ENRIQUE ROSAS PARAVICINO 
Por
Niel Palomino Gonzales 
Dueño de una narrativa
artísticamente bien labrada y universal, Enrique Rosas Paravicino es uno de los
más destacados narradores cusqueños de fines 
de fines del siglo XX e inicios del XXI. Reconocido como tal por la
crítica especializada y por las antologías narrativas más serias. Si hay una
novela cusqueña contemporánea que trascenderá el tiempo, esa es Muchas lunas en
Machu Picchu,  que por el genuino
incaismo que se siente y palpa en sus páginas 
es los Comentarios reales del siglo XX. 
En esta, el tema
transversal  es  la fundación, florecimiento y éxodo de una
sociedad y una cultura: la incaica, asemejándose por ello,  a Cien años de soledad del gran Gabo. A dicho
eje temático, como sucede en las mejores novelas de la literatura universal, se
suman temas como el amor, la muerte, la lucha, el valor heroico, la
magnanimidad de sus personajes, la traición, las fiestas, la peste, el dolor,
la guerra, la paz,  la sabiduría, la
juventud y la vejez; es decir, toda la humanidad.  En suma, Muchas lunas en Machu Picchu es,
para decirlo con la voz de nuestro Premio Nobel, una novela total.
1.    Mario Vargas Llosa en su Cartas a un  novelista dice:
“El novelista no elige sus temas; es elegido por ellos”. Díganos, ¿por qué
decidió escribir Muchas lunas en Machu
Picchu, qué le ha motivado su escritura?
     Conozco
ese juicio de Vargas Llosa. Es interesante. Pero yo escogí deliberadamente
Machu Picchu como tema de novela, por la atmósfera de magia y misterio que
trasunta la ciudad. La idea la fui madurando durante muchos años, al tiempo que
me sumía en lecturas de narrativa histórica que guardasen analogía con el
pasado prehispánico de Perú. Novelas como “Los últimos días de Pompeya”, “Salambó”,
“El nombre de la rosa” y “Los perros del paraíso” fueron ayudándome a delinear
el argumento. Las fuentes propiamente históricas las hallé en los textos de
Luis E. Valcárcel, John Rowe, Alfredo Valencia Zegarra, Marino Sánchez y otros
especialistas. Fue una experiencia maravillosa. Noche y día tenía presente
aquella frase de Thornton Wilder: “El viaje de la imaginación a un lugar remoto
es un juego de niños, comparado con un viaje a otra época”.
2.   El genio del Realismo francés, Balzac, había
dicho que “la novela es la historia olvidada de los pueblos”, es ¿Muchas Lunas en Machu Picchu, una novela
histórica?
     Así
es. “Muchas lunas…” se inscribe en la
vertiente de la novela histórica. Su propósito es reconstruir ficcionalmente lo
que pudo ser Machu Picchu. Recordará usted que Pablo Neruda en su famoso poema
“Alturas de Machupicchu” se pregunta: “Piedra
en la piedra, el hombre ¿dónde estuvo? / Aire en el aire, el hombre ¿dónde
estuvo?” Pues bien, mi novela es una respuesta a este Premio Nobel. Es una
forma de decirle en prosa compacta: “Aquí está el hombre por el que usted
pregunta, poeta Neruda. Esta es la gente que habitó Machu Picchu; he aquí las
pasiones, amores y padecimientos que llenaron el aire de la ciudad. Aprecie al
Inca Pachacútec bailando con la Coya en el día de inauguración de la ciudad.
Mire a estos personajes venidos del pasado: unos son amautas, otros astrónomos;
tampoco faltan las sacerdotisas, los guerreros, los chasquis, los arquitectos,
las hechiceras. Es decir toda una galería de sujetos, con sus respectivos roles
en la trenza argumental.
3.   En su novela, usted postula que el nombre con que
bautizó Pachacutec a nuestra ciudad sagrada no fue Machu Picchu (Picacho
Viejo), sino WIÑAYMARCA (pueblo de la eternidad). Luego, temiendo que los
españoles  llegaran hasta allá, los mismos
pobladores de aquella ciudad  terminaron
llamándola Vitcos, ¿en qué se basa Ud. para dicho postulado?
     Más
que basarme en fuentes históricas, yo elaboro mis propias deducciones, porque
estoy convencido de que el verdadero nombre de la ciudad tuvo que ser otra,
probablemente uno de fuerte resonancia poética. Alguna vez, un viejo profesor mío
decía que pudo haber sido “Wiñaymarka” (ciudad eterna) ¿Y por qué no? Dado que
la razón de ser de Machu Picchu era el bienestar espiritual, la comunión con la
divinidad, la reafirmación del binomio hombre-naturaleza, es probable que su
nombre haya sido algo connotativo de paz, meditación, magia y sensación de
eternidad. 
4.  Otra hipótesis suya es que aquella ciudad  sagrada fue poblada hasta  la muerte de Túpac Amaru I, luego, a
causa  de este asesinato, se produce un
éxodo que termina en el Ausangate, donde es enterrada la cabeza del último
joven inca, ¿cuál es el sustento para que esto ocurra así?
     Me
baso en el dato histórico que aporta Luis E. Valcárcel, esto es, que el éxodo
de los últimos habitantes de Machu Picchu pudo haber sido en 1572. Bien sabemos
que este año el virrey Francisco de Toledo llevó a cabo la campaña de
Vilcabamba, con un saldo decisivo consistente en la derrota final del último
inca, Túpac Amaru, quien luego de ser traído prisionero al Cusco, fue ejecutado
en la plaza de Awqaypata. También las investigaciones etnológicas nos refieren
que el mito de Inkarrí tiene su origen en este período, en la muerte del
indicado monarca. Este episodio de la historia es el que me sirve de eje para
construir la trama de la novela.  Es más,
ahí radica el sustento de rigor. Los demás elementos corresponden a la ficción
y, como tales, están más en los predios de la verdad poética que de la verdad
histórica. 
5.   Según infiero 
de su novela, Paititi es entonces una invención, un mito. Le pregunto
esto porque, sobre el caso se ha escrito varios relatos cortos y extensos que
defienden su existencia real y Ud. es el único 
narrador que parece negarlo.
     Ni
lo niego ni lo afirmo. El Paititi en el Perú forma parte del imaginario
popular, desde los orígenes de la colonia. En la novela, lo enfoco como un
ardid inteligente de los incas para despistar a los españoles y mandarles de
paseo por las selvas más inhóspitas. Era una manera de proteger Machu Picchu de
los depredadores. ¿Se imagina usted?  Si
las huestes de Pizarro y Almagro hubiesen dado con dicha ciudadela, no hubiera
quedado piedra sobre piedra. La hubieran arrasado con el argumento de que era
el centro de los adoradores del demonio. En todo caso, los incas han tenido que
haber seguido alguna estrategia inteligente para mantener alejados a los
españoles de espacios sagrados como Machu Picchu y Chokekiraw.  
6.  Mucho 
fluye en su novela un lenguaje incaico, garcilasiano, cusqueño, andino.
Tal  parece que las frases  de Astor Ninango (personaje central de su
novela) son  suyas, es decir, sentidas
por Ud. Acaso Astor no es su alter ego, es decir Ud. mismo ¿Cuánto de Enrique
Rosas hay en ese último  poblador vivo de
Machu Picchu?
     En
los juicios del protagonista hay mucho de uno. Siempre el autor se expresa
sutil o abiertamente a través de alguno de los personajes. Ciertamente Astor
Ninango es mi alter ego. De haber yo nacido en 
aquel tiempo, me hubiera gustado ser como él, así proteico y
multifacético. Es astrónomo, cazador, viajero, espía, guerrero y líder de un
pueblo.
7.   La lectura de su novela me ha traído a la memoria
aquel libro interesante que escribió un 
chalaco, seguro lo ha leído: Buscando
un Inca de Flores Galindo y, también ese mito que fue  ansiado por Guaman Poma, por Garcilaso y por
Arguedas y sigue siendo la esperanza nuestra; es decir, el mito  Inkari, ¿por qué  insistir en el  mito, por qué seguir buscando  un inca?
     Aparte
de la propuesta de Flores Galindo y de los discursos de Guaman Poma y Garcilaso
de la Vega, el mito andino viene a ser el contradiscurso popular de la
historia, la respuesta de los subalternos ante la versión oficial de los acontecimientos.
Durante siglos se nos enseñó que la conquista del Perú fue una misión
civilizadora de Occidente, o que Francisco Pizarro viene a ser el paladín
central de nuestra nacionalidad. Es más, se nos 
formó en el falso mito de la hispanidad, o sea, celebrar el 12 de
octubre como el “día de la raza”, esto es, 
una forma de reconocer, arbitrariamente, a los ibéricos como el tronco
hegemónico del que surgen las naciones hispanoamericanos. ¿Y dónde quedan los
incas, aztecas, mayas, mochicas y tiahuanacos? ¿Dónde quedaron los 20 mil años
de civilización andina? Ante este contrabando historiográfico, bienvenido sea
el mito de Inkarri  en sus diferentes
versiones, tanto así como la rica tradición oral registrada por la etnología,
especialmente por la acción pionera de José María Arguedas, tanto como de
Josafat Roel Pineda, Efraín Morote Best, Alejandro Ortiz Rescaniere y otros.
8.  Creo haber leído la mayoría de su producción
literaria. En esas lecturas constaté que 
desde su primer cuento Temporal en
la cuesta de los difuntos hasta su última novela (Muchas lunas en Macchu Picchu), todas siempre aluden al Ausangate,
¿por qué en la mayoría de su narrativa siempre está presente aquel nevado? ¿Qué
es para Ud. El Ausangate? 
El
Ausangate es mi apu tutelar. Un portento de la naturaleza que está allí al
alcance de la imaginación, un nevado cuya sola existencia genera una mitología
regional riquísima. Tuve la suerte de nacer cerca al nevado (Ocongate) y apreciarlo
desde niño y, también, oír una preciosa tradición oral en torno al Apu que lo
habita. Los pueblos de su entorno se sienten impregnados por su magia y
belleza. Se sienten privilegiados de vivir cerca de él. Hay canciones, danzas y
ritos inspirados en la perenne majestad del nevado. Entonces ¿cómo no incorporarlo
a mi narrativa como un referente de vida, anhelos, proyectos y vicisitudes,
además de fuente de inspiración permanente? 
9.  Estamos 
por concluir el centenario  de
nacimiento de Arguedas, a la narrativa que él 
ha abierto  algunos quisieron
enterrarla y no lo pudieron ¿Cuál es  su
balance sobre la narrativa andina después de José María Arguedas, cuánto y cómo
ha influenciado el autor de Todas las
sangres a los narradores andinos contemporáneos? 
     He
aquí un tema muy importante. Al respecto tengo un ensayo titulado “La
novelística andina posarguediana” en la cual evalúo el rol del autor de “Los
ríos profundos” en el proceso actual de la narrativa peruana. Por cierto que el
tema es complejo para tratarlo en una entrevista. Le invito más bien a leer ese
escrito que ya está en circulación. ¿Qué quisieron enterrar a Arguedas?
¿Quiénes? ¿Los cientistas sociales que en 1965 organizaron una mesa redonda
para descalificar el valor de “Todas las sangres? ¿O los intelectuales que se
sumaron a los juicios sesgados de “La utopía arcaica” de Vargas Llosa? Como
respuesta a ellos baste citar el reciente libro publicado por la Biblioteca
Nacional del Perú, Arguedas, poética de
la verdad. Segunda mesa redonda sobre Todas las sangres (Lima 2011). Aquí
está registrado el homenaje que le rinden a Arguedas personalidades del nivel
de José Matos Mar, Aníbal Quijano, Julio Cotler, Hugo Neira, Guillermo
Rochabrún y Gonzalo Portocarrero, entre otros. Es una forma de desagraviarlo
del penoso incidente de 1965. Por lo demás, la conmemoración del centenario de
su nacimiento ha sido apoteósica a nivel nacional e internacional. Jamás he
visto tanto fervor por la memoria de un novelista que reivindicó vigorosamente
la herencia indígena. Es señal de que avanzamos, es evidencia de que nos reconocemos
así como somos: síntesis de un mestizaje hecho de todas las sangres, herederos
de Garcilaso, Guaman Poma y Vallejo y, por lo mismo, con una tarea de encarar
el presente con lucidez y coraje, pero también de pensar en un futuro de
modernidad, sin renunciar  a los valores
y memorias recibidos de nuestros mayores.
10.           
Por otra
parte, estamos en el Año del Centenario de Machu Picchu para el Mundo, no hay
mejor nombre, creo yo, porque, efectivamente, fueron cien años de nuestro Machu
Picchu, pero  para el mundo y no para
nosotros, ¿Ud. que escribió el mejor libro no a Machu Picchu, sino, sobre Machu
Picchu, cómo considera esta celebración del centenario?
     Me
parece que esta celebración obedece más a los afanes del mercado turístico que
a una voluntad ciudadana de conmemorar un acontecimiento. Con ello no quiero
desmerecer el mérito de Hiram Bingham, como descubridor científico de Machu
Picchu, pero sí considero conveniente recuperar también a otras personalidades
que aportaron en la investigación de lo que fue Machu Picchu en la historia.
Nombres como de Luis E. Valcárcel, José Gabriel Cosio, Manuel Chávez Ballón,
John Rowe, Alfredo Valencia Zegarra y Oscar Ladrón de Guevara, entre otros,
aparecen ciertamente postergados ante el incienso que el marketing turístico
quema en honor de Hiram Bingham y su corte. Bienvenido el boom turístico y la prosperidad que ello acarrea para sus
beneficiarios. Pero, señor, nuestra región sigue acusando altos índices de
pobreza, exclusión social y deficiencia alimentaria. Parodiando a Eduardo
Galeano: el Cusco tiene a la vaca, pero otros ordeñan la leche. ¿Por qué? Por
diversas razones de orden político y económico; entre ellas, por el centralismo
agobiante que, también en este sector, ejerce Lima a través del Ministerio de Cultura.
El centenario debería ser asimismo una ocasión para reflexionar sobre éste y
otros asuntos, pero además para debatir alternativas viables en beneficio de la
región. 
11.¿En
qué momento Ud. sintió  un llamado de la
escritura, hay algún hecho importante que le haya motivado para  ser escritor?
     Todo llamado en el arte tiene un toque de
misterio y fascinación. Exactamente no recuerdo un episodio equiparable a la
figura del ‘Camino de Damasco’. Pero hay una serie de hechos que fueron
constituyendo en mí ese binomio esencial para ser hombre de letras: vocación y
formación. Por algún designio oscuro, uno tiene una adolescencia solitaria,
lejos del hogar paterno y de la risa de los hermanos. Uno se refugia entonces
en los libros de la Biblioteca Municipal y en los volúmenes empolvados del
colegio. A los 14 años leí con deleite a Bécquer, luego pasé a Neruda, después
a Vallejo. Entre uno y otro autor me sentí arrobado por La vida es sueño de Calderón de la Barca. El Quijote de Cervantes me hizo entender la complejidad de la
condición humana, y del predominio de la racionalidad prosaica sobre el ideal
platónico. Una mañana de 1964 la radio dio una noticia: Jean Paul Sartre
acababa de rechazar el Premio Nobel de Literatura. Lo comenté con mi profesor
de literatura, quien entonces ensalzó a Sartre como un prototipo de intelectual
honesto y, por tanto, justificó su decisión. Ese profesor era Gustavo Pérez
Ocampo, quien años después fue un entrañable amigo. A partir de Sartre se me
abrió el mundo de los vanguardistas europeos y sus epígonos latinoamericanos:
Breton, Maiakovski, García Lorca, Eluard, Huidobro, Borges, Hidalgo, etcétera.
En el género narrativo mis lecturas fueron más libres: Gustavo Flaubert, Ernest
Hemingway, Ciro Alegría, Alejo Carpentier, Thomas Mann,  Rómulo Gallegos y José María Arguedas, entre
otros. Como verá, usted, la lectura permanente fue el punto de partida para
forjar una vocación hecha más de intuiciones que de certezas. En eso estamos y
en ello nos jugamos. Como dijo Alejandro Romualdo: “El hombre es lucha. Y en la
lucha pena”.
12.            
¿Cuándo Ud.
escribe, cuál  le sale primero, la obra o
el título? 
     Primero uno engendra a la criatura, luego
le asigna un nombre; en este caso, el título. Así exige la lógica. ¿No le
parece?
Cusco,
octubre 2011
 CON EL NARRADOR ROSAS EN SU CASA



 
Y la vertiente andina de La Literatura Peruana? Existe?
ResponderEliminarAqui una interesante entrevista para dar una mejor respuesta.
Nilo, y la respuesta de Enrique es una respuesta contundente. Para matar esa discusion "racista" de literatura andina y costena.
ResponderEliminarNilo, y la respuesta de Enrique es una respuesta contundente. Para matar esa discusion "racista" de literatura andina y costena.
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